domingo, 24 de octubre de 2010

Morí…y he vuelto renacido. By Jorge Sors. 23/10/10.

Morí…y he vuelto renacido.  By Jorge Sors. 23/10/10.


He dejado en mi sepulcro las pesadas cadenas que arrastraba y los maderos que sustentaban mi cruz. Mis ropas viejas, mis devociones, mis creencias erradas, mis viajes vencidos, las experiencias robadas, y lo sonidos que aturden.
Los zapatos nuevos que nunca use, el cheque millonario que no deposité, el reloj de oro y las monedas legadas por mis antepasados.
Los anteojos de sol con aumento que ya no me sirven, se han gastado y ahora mi vista ya no se torna borrosa, observo y distingo con claridad el horizonte, los rostros que recorren la plaza y los autos que transitan, puedo ver finalmente sin entrecerrar los ojos para distinguir los contornos y apreciar la silueta.
Las medias rotas, esas que nunca boté, y el abrigo de piel grueso y caluroso que no me confortó tiernamente de aquel frio invierno que jamás llegó.
La tristeza prolongada y el derrotismo constante, el almuerzo del martes y el café mañanero del domingo. Los filetes jugosos y las brazas que doran la piel del venidero bocado que reposará sobre los platos rotos, el vino merlot que se deposita en la copa solitaria que aquella tormenta dejó, la que única se muestra asustada en la alacena rodeada de engalanadas piezas y reluciente porcelana que tampoco se uso.
La pluma costosa cuya tinta se secó, obstruyendo el fluir de aquellas ideas que antes represaba en un obscuro rincón dentro de mi alma, muy oculto se acobijaba el pensamiento y acaparaba presagios y prodigaba soberbia y amargura.
Irreverente ante todo, contestando al paso de los pensamientos ajenos, dispuesto a todo, ilimitadas propuestas de maldad archivadas en mi acordeón de proyectos realizados y de cuentas bancarias numerosas y de billetes jugosas.
La moral que dejé en el fondo del ropero también la deje entre los pliegues del terciopelo blanco que decora mi ataúd.
El candado que custodia mis más profundos secretos sigue cerrado, solo puedes husmear por la abertura de la cerradura, pero veras solo lo que imaginen tus pupilas porque nada he dispuesto a tu inesperada visita. La llave la deje en el bolsillo de ese traje negro con el que vistieron mi cuerpo y no podrás exhumar mis restos para tenerla, porque he encargado a un custodio que se aposte junto a mi tumba impidiendo que se perturben mis restos mortales, los despojos de mi vida pasada que se funden bajo la tierra que me cubre.
Las armas que usaba para defender mi integridad ahora han sido fundidas y un crucifijo unido a un rosario he mandado a moldear, lo llevo tatuado en mi pecho en un lugar bajo la piel donde no habrá ladrón que pueda robarlo, ni extrañas criaturas sentirse turbadas por su reflejo, pues se haya oculto, aunque si sabes observar con los ojos del alma se dispondrá frente a ti, y será hermosa la visión que este herrero a plasmado muy cerca de mi corazón.
También en la solapa de mi traje he dejado oculto el odio y la intolerancia para culturas foráneas, pieles tostadas y cabellos enroscados que cuelgan a la par de las orejas y se confunden con las barbas profusas y negras, a los sombreros pequeños y negros, y a otras extrañas manifestaciones folklóricas propias de la humanidad. En verdad me vi cegado por ésta tendencia, aunque era grande el líder y su mito vivirá eternamente, fue profunda la herida que dejó a la historia mundial, te llevo ahora en tinta pero nada de ti brotara sobre esta nueva piel.
Si dejé antes de irme para los que no pensaban que volvería, un baúl lleno de joyas que espero sepan distribuir, son disculpas no entregadas, esperanzas extraídas desde las mas asficciantes profundidades, trozos de paz brillantes como el oro que debes mandar a engastar y llevarlas cerca de tu cuerpo, y sobre todo un profundo afecto que mineros dedicado supieron recolectar para mí.
No he legado más nada, porque he vuelto renovado, a forjar con aleaciones mas solidas la espada que he de blandir ante los escollos de la vida, ahora la justa se ofrece por la verdad, por esa que se entrego Cristo, y por la búsqueda de la paz, esa de la que nos habla el Dalai lama desde su montaña en lo alto de las nubes.
Sigo ahora renacido, caminando lentamente por la suave arena, siento el mar que acaricia mis pasos, el aire de tierras lejanas me inspira a recorrerlas y disperso semillas entintadas con el carbón donde he quemado mis experiencias amargas, y las cartas de mis vidas pasadas, y dejo también piezas sobre la playa, con los más puros y transparentes cristales que saco desde el fondo de mi corazón.

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